Hicimos pañuelos

Manos a la obra

Unos días antes del 14 de junio de 2014 estábamos juntas otra vez. Como hacía mucho, tantísimo. La mayoría de nosotras no se había vuelto a ver. Ahí estábamos, en la alegría de encontrarnos después de tanto tiempo, re-conociéndonos, en algún caso apenas por un gesto, o en la forma de mirar, reír, tocarnos el pelo o mover las manos. Hablar y hablar para contarnos lo que habíamos hecho con nuestras vidas -o lo que la vida había hecho con nosotras. Convocadas ahí para recordar, para celebrar y reforzar la memoria de la comunidad de la Victoria, para traer de nuevo a quienes no podían estar. Un rato nomás y las manos en el agua helada iniciaban la ceremonia de encuentro también con aquellos que se habían animado a dar un paso más. 
Manos a la obra, mil ideas en la búsqueda de un símbolo que pudiera materializar aquella etapa de risas y juegos pero también de iniciación a un camino de compromiso con los demás. Entonces nos buscamos en fotos borrosas caminado al lado de un río, haciendo un fueguito, inventando rituales en los que jurábamos a ser mejores y meritorias de un pañuelo dador de pertenencia. 
Porque la historia de quienes estábamos allí nos encontraba enlazadas a un pasado de pañuelos de tela gruesa y pocos colores bien definidos anudados al cuello, nos volvía al patio de tierra de la parroquia, en sábados eternos con rondas de guitarras, mate cocido y canciones que anunciaban la cercanía de un “Hombre Nuevo”, un pueblo más feliz y un país más justo que jurábamos construir. Esa misma historia nos traía mañanas de domingo, en las que muchas veces la fe se nos iba y podía regresar en la voz gruesa del Vasco, en palabras como compromiso, pueblo, opción por los pobres…
Fueron alegres pañuelos de infancias felices y adolescencias que a ciegas empezaban a intuir el asomo de un cielo negro que aún no tenía palabras para nombrarse. Pronto no habría más sábados de encuentro ni amigos ni parroquia y tuvimos que desaprender canciones y aprender otras palabras para nombrar el miedo: dictadura, desparecidxs, terrorismo de Estado. Pronto el país conocería otros pañuelos y convocaría  a otras rondas. Y la palabra Madres ya no tendría el mismo sentido.
Mucho más tarde, nuevos pañuelos, con más color,  tomarían libremente las calles para enunciar luchas nuevas. Pañuelos que se anudan y sumando capas de sentido nos ligan entre generaciones. 

 

Decidimos entonces tomar aquellos primeros pañuelos como símbolo e invitación a la memoria de ese pasado común pero también como síntesis de aquella comunidad de la Victoria que supo abrazarnos amorosa y doliente. 
Durante aquellos dos días pudimos volver a jugar en aquel campamento improvisado en la casa de Isabel Busso: sólo estábamos cambiando las ollas y el fogón por baldes con agua y anilinas para transformar retazos de sábanas y manteles en cientos de pañuelos triangulares, que, una vez escurridos pasaban de mano en mano para secarse sobre las sillas del comedor y terminar adquiriendo una infinidad de colores dudosos y pálidos. Un círculo estampado en un vértice terminaría sellando la fidelidad a los ideales de entonces, la continuidad de la esperanza y la militancia -cada uno a su modo- por la utopía de mundo más bueno, el que habíamos empezado a soñar en el patio de la Parroquia de la Victoria.
Padre, Hijo, Espíritu Santo. Memoria, Verdad y Justicia. Pañuelitos de tres puntas que nos anudan a memorias personales y colectivas. 

 

Silvia Lalli

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